jueves, 3 de febrero de 2011

Inconsciente

Hablamos del inconsciente con soltura y diáfana claridad meridiana, presuponiendo la existencia de algo que, como su mismo nombre indica, no puede ser consciente y por lo tanto conocido de un modo genérico. Respetando la etimología, deberíamos preguntarnos como es que hay algo dentro nuestro que nos es desconocido, si sabemos que existe y que opera en nosotros de un modo fáctico. Esta pregunta, que puede ser aparentemente redundante, atestigua que, en el mismo momento en que fué descubierto el inconsciente, éste mismo dejó de ser. Puede ser un problema de nomenclatura, y, a pesar de todo, este problema, visto así, no deja de presentar una problemática formal y sustancial: si aquello de lo que hablamos no responde al nombre de lo que hablamos, entonces es para nosotros una entidad que no podemos estudiar por lo que és, si no por aquello que nosotros presuponemos que debería ser.

De modo que existe algo desconocido en mí, de lo cual conozco su existencia y asumo su realidad, aunque no pueda, etimológicamente, saber lo que exactamente és -a pesar y de que debería ser definible en la medida en que lo hago nombrable-. O bien el inconsciente no es aquello que conocemos como tal, pues entonces sería consciente en cierta medida y por lo tanto su misma existencia presupondría una imposibilidad ontológica, o bien el inconsciente sabe, y por lo tanto no es aquel gran desconocedor de sí mismo que la psicología ha pretendido descubrir, si no un modo de conocerse que desconocemos y no podemos entender. Lo cual rompe con la misma base de la ciencia psicológica, ya que, si existe tal cosa como un inconsciente, su objetivación no es tal y por lo tanto carece de base empírica a pesar y de que tiene una base teórica y, supuestamente, también práctica.

Aún con todo, la consciencia de haberlo concebido y asumido en nosotors, implica que aquello que no tiene forma para el sujeto puede existir en él y ser descubierto, aún cuando éste sujeto reconozca su carácter informe y desconocido. A menos que, claro está, reconozcamos que conocemos aquel nuestro desconocido, denominado toscamente nuestro cuando, hay que precisarlo, escapa a nuestra voluntad como condición de su existir. Esto supondría que es necesario destruir aquello que no sabemos en nosotros en tanto que no sabedor para demostrarlo, a pesar y de que, por lógica, el inconsciente sabe, de nosotros y de nuestros secretos, puesto que nos mueve y nos condiciona.

Si aquel no sabido nuestro sabe algo de nosotros que no sabemos, hemos de reconocer que está por algo; y que cambiar el curso de su cauce natural es un contrasentido en la medida en que, para nosotros, siga siendo aquel del cual no se puede tener consciencia, y, por lo tanto, llegar a conocer.

Se trabaja sobre una abstracción del señor Freud tomada literalmente y al pié de la letra como un hecho empírico, con la pretensión de absoluta realidad y fundamento para todo el desarrollo de una ciencia que no puede medirse con exactitud, ni que, partiendo de lo dicho, podrá hacerlo jamás. No es razonable hablar de que conocemos un inconsciente en nosotros. Porque si es de tal guisa, ¿A que sabemos de él y su existencia? Los sueños, sin ir más lejos, que entrarían dentro de la categoría de los sucesos inconscientes, han de contener un remanente de conciencia para ser recordados. Tal diferenciación dualista es insostenible desde un punto de vista general, amplio y racional.

Si al trabajo que realiza el hígado independientemente de nuestra conciencia -lo que ya de por si es una puerilidad, puesto que conocemos ese trabajo, pudiendo participar así del otro lado "conocido"- descansa sobre una dinámica comprensible y conscuente, hemos de considerar que este hígado se dirige con su propia coherencia. Con lo cual el inconsciente presenta comportamientos coherentes, no siendo ya aquella suerte de "cajón desastre" al que va a parar toda la basura del consciente, que se ordena y se vuelve coherente al dejar de ocupar el espacio, completamente imaginario, del supuesto contenido inconsciente.

El mismo umbral de la mente vilipendiada por las muletas impostadas de la psicología reduccionista a la que nos atenemos, es un defecto cognitivo, una alteración perceptiva toscamente localizable en las limitaciones de la fisiología formal, que pretenden diferenciar una desconexión local que ni siquiera existe en términos biológicos. El espacio repartido en especializaciones no puede funcionar sin la totalidad, en un compartimento de energías dirigido por la cohesión y absoluta uniformidad de la mecánica de trabajo del sistema biológico a gran escala.

En el campo de la psicología, no es tan importante la explicación del fenómeno si no la ética interpretativa y la funcionalidad empática de las soluciones a los problemas humanos que en esta ciencia se presentan. Otro de los "defectos especiales" en los que ha derivado últimamente, ya que los esfuerzos de las últimas investigaciones no se concentran tanto en la solución de los conflictos internos si no en la comprensión fenomenológica de sus particularidades , como sucede en la neurología, distanciándose así de sus intenciones iniciales. Tales estudios no dan respuestas sustanciales a la resolución de las problemáticas nucleares de la psicología, y representan una cosificación de carácter mecanicista en relación al complicado territorio del alma humana.

Desde la "Introudcción al estudio de la medicina experimental" de Calude Bernard, se ha acostumbrado a exigir a la ciencia las tres fases de observación, hipótesis y experiencia. En el fondo no es más que una exigencia de comprobación de los efectos producidos por las mismas causas, después de una serie de repeticiones idénticas. Sin embargo, hubo que admitir que un gran número de sucesos no son susceptibles de repetición alguna, porque son únicos y excepcionales, lo cual es precisamente el caso de los sucesos humanos. Así que al determinismo, hubo que añadir el indeterminismo -del mismo modo como al cálculo determinista algebraico, el cáluclo aleatorio de probabilidades-. La psicología no puede ocupar un lugar en esa categoría de ciencias en las que, como en la física, es posible operar en estrictas repeticiones experimentales, ni entre aquellas en las que, como la astronomía, la observación revela unas realidades estables o idénticas en el tiempo. Pertenece a la categoría de las ciencias humanas, en las que ninguna realidad es jamás rigurosamente idéntica a sí misma. Es más: los hechos vivientes, y sobre todo los hechos humanos, se muestran un tanto menos propicios a la repetición experimental cuanto que la realidad humana constituye un conjunto complejo.

Creo que puede haber algo que está en el fondo y que actúa en nuestra CONCIENCIA, aunque ésta no termine donde nosotros pensamos o creemos. Y es posible también que la conciencia no pueda medirse en términos de propiedad, de ahí que siempre haya algo en ella que escapa a nuestro control.

Lo malo del inconsciente es la literalidad con que se toma. Estamos hablando de todo un credo del siglo XX, una literal muralla de la mente, que, a pesar de todo, abre una puerta al mismo tiempo que cierra la de al lado. No se ajusta a la realidad constitutiva de la mente toda, que, a parte de no poder limitarse a una mera descripción de si misma, no puede ser diseccionada ni se ajusta a una morfología que pueda limitarse a ningún tipo de finitud o seccionamiento objetivo. La mente entendida como algo particular-personal-sentido de propiedad no cesa de mostrar sus carencias en la medida en que es penetrada, no llegando nunca a ser objetivable como tal, aspecto que Freud entrevee pero que dilapida transversalmente. Ni se trata de algo privado e individual, -pues dicha caracrerística es engañosa- ni opera por partes cuyo límite exista.

La psique es autoinformadora de si misma como dimensión no susceptible de enmarcarse en ninguna clase de límite personal. Aquello que nos informa carece por completo de carácter intransferible, escepto en las própias limitaciones del sentido individual. Yo, constituido como entidad límite, puedo carecer del sentido o la capacidad de transferibilidad, pero éste yo queda seriamente cuestionado por la totalidad misma de aquello que, ontológicamente, és.
Con ésto no niego el ser que soy, pues participa así en el todo del ser, si no su absoluta autonomía e independencia. Pues en la medida en que lo llamo mío, deja de ser universal para convertirse en exclusivo. Y el Ser en mayúsculas no puede ser una particularidad relativa o subjetiva. Sólo soy absolutamente como propiedad indiferenciada.

Sentido de propiedad, sí, pero en un sentido, asimismo, universal y total. Sólo existe la diferenciación desde la negativa al mismo Ser. Negatividad, por otra parte, necesaria; pues gracias a ella podemos descubrirlo como algo constantemente nuevo y actualizado.

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